Había una vez un hombre que vivía en un pueblo del interior y se había hecho muy rico vendiendo sal. Poseía la mejor casa del pueblo y grandes extensions de tierra y había educado muy bien a sus hijos, pero en el fondo los lugareños lo despreciaban por su origen humilde. Cansado del menosprecio de que era objeto, quiso suicidarse. Su hijo mayor, que era un joven apuesto e inteligente, se lo impidió y le prometió que iría a Seúl, en donde encontraría la manera de convertirse en un noble, de modo que ya nadie pudiera burlarse de ellos. El padre le dio a su hijo un saco lleno de monedas de oro y le dijo que no escatimara en gastos para conseguirlo. Una vez que el joven llegó a Seúl, se compró ricas vestiduras de seda y comenzó a gastar gran cantidad de dinero en las posadas y lugares de recreo. Pronto comenzó a correr la voz de que un joven y rico noble había venido de un pueblo del interior y los jóvenes nobles de Seúl comenzaron a buscar su compañía. Como el hijo del vendedor de sal era inteligente, de buenas maneras y culto, todos dieron por sentado que se trataba del hijo de un noble de provincias. Uno de los jóvenes de Seúl de los que hizo amigo lo llevó a su casa y lo presentó a sus padres. Viéndolo tan bien parecido, educado y adinerado, el padre, que tenía un puesto en la corte del rey, le propuso que se casara con su hija. El joven pueblerino aceptó gustoso y partió a su pueblo para traer a su padre y hacer los preparativos de la boda. Llegada la fecha del enlace, organizaron una gran fiesta, a la que fueron invitadas las familias más aristocráticas de la capital. En medio del banquete, le preguntaron al padre del novio qué puesto desempeñaba en la provincia y el hombre no tuvo mejor idea que contestar : “Yo no tengo ningún puesto. Amasé mi fortuna horneando y vendiendo sal.” Los nobles de Seúl casi se caen de espaldas. Comenzaron a murmurar entre ellos que el dueño de la casa había unido a su hija con una familia de bajo origen sólo por el dinero y abandonaron la fiesta. Cuando el padre de la novia supo que su yerno era el hijo de un simple vendedor de sal, echó de su casa al padre y al hijo por embaucadores.
En el viaje de vuelta a su casa, padre e hijo iban muy tristes y callados. La noche los sorprendió en Suwon, por lo que entraron en una posada para pasar la noche. Después, de cenar, el posadero les preguntó : “¿Han visto alguna vez danzar a unos ratones? Les hago esta oferta. Si yo reúno a un centenar de ratones y los pongo a tocar la música y danzar aquí mismo, Uds. me dan todo lo que llevan y se quedan a trabajar aquí como siervos. Si no lo logro, les doy la posada con todos mis bienes.” Como parecía cosa imposible, el vendedor de sal aceptó sin pensarlo mucho. El posadero dio unos golpecitos en la pared y de un orificio comenzaron a salir los ratones en fila India. Una vez alineados, los de la última fila sacaron tambores y gongs diminutos y comenzaron a tocar la música. Los demás ratones se pusieron a danzar graciosamente como si fueran bailarines profesionales. Terminado el espectáculo, padre e hido aplaudieron entusiasmados, pues la maestría de los ratones era en verdad asombrosa. Sin embargo, según lo acordado, tuvieron que darle todas las monedas de oro que llevaban y se convirtieron en siervos de la posada.
Entretanto, en casa del noble en Seúl, la novia no se resignaba a su suerte. Como la ceremonia se había llevado a cabo, ya no podría volver a casarse nunca más. Pensando en la vida de soledad que le esperaba, decidió que recuperaría el buen nombre de su marido y suegro a toda costa. Para empezar, mandó un siervo al pueblo de su marido. En el trayecto, el siervo pernoctó en la posada de Suwon y le pasó lo mismo que les había pasado a todos los viajeros que se hospedaban allí. Al no tener noticias, la joven envió a otro siervo… y a otro…y a otro. Finalmente, decidió disfrazarse de hombre e ur ella misma a averiguar qué pasaba en ese lugar. Antes de llegar a la posada, hizo sus investigaciones y se enteró del truco de los ratones. Compró entonces una docena de gatos y los metió en distintos rincones de la posada. Cuando se hizo de noche, pidió una habitación y cenó en el lugar. El posadero le hizo la misma oferta que a todos sus huéspedes y ella aceptó. ¡Cuánta sería su sorpresa cuando a pesar de tocar la pared como un loco, no salió ni un solo ratón! De este modo, la joven liberó a su marido y suegro y se quedó con todos los bienes de la posada.
Ahora quedaba el tema de recuperar la honra de su marido y suegro. Como la joven tenía su propio plan, se los comunicó al padre y al hijo y elllos quedaron encantados. Mientras ellos volvían a su pueblo para prepararse, ella mandó contruir una magnífica casa de 99 habitaciones en las inmediaciones de la casa de su padre con la riqueza ganada en la posada. Cuando la casa estuvo lista, una larguísima caravabna de hombres que transportaban riquísimos muebles y enseres llegó al lugar durante días enteros. Todo el mundo se preguntaba quién sería el dueño de semejante mansion y semejantes riquezas. Cuando finalmente vieron llegar al vendedor de sal y a su hijo con todo el lujo a la casa, los nobles de Seúl quedaron asombrados. La joven hizo correr el rumor de que lo de ser un vendedor de sal había sido una broma de su suegro, y los nobles de Seúl, viendo tanta magnificencia, se convencieron de que así era y los admitieron en la sociedad aristocrática. De este modo, el vendedor de sal y su hijo se convirtieron en nobles y fueron muy felices el resto de sus vidas.
En el viaje de vuelta a su casa, padre e hijo iban muy tristes y callados. La noche los sorprendió en Suwon, por lo que entraron en una posada para pasar la noche. Después, de cenar, el posadero les preguntó : “¿Han visto alguna vez danzar a unos ratones? Les hago esta oferta. Si yo reúno a un centenar de ratones y los pongo a tocar la música y danzar aquí mismo, Uds. me dan todo lo que llevan y se quedan a trabajar aquí como siervos. Si no lo logro, les doy la posada con todos mis bienes.” Como parecía cosa imposible, el vendedor de sal aceptó sin pensarlo mucho. El posadero dio unos golpecitos en la pared y de un orificio comenzaron a salir los ratones en fila India. Una vez alineados, los de la última fila sacaron tambores y gongs diminutos y comenzaron a tocar la música. Los demás ratones se pusieron a danzar graciosamente como si fueran bailarines profesionales. Terminado el espectáculo, padre e hido aplaudieron entusiasmados, pues la maestría de los ratones era en verdad asombrosa. Sin embargo, según lo acordado, tuvieron que darle todas las monedas de oro que llevaban y se convirtieron en siervos de la posada.
Entretanto, en casa del noble en Seúl, la novia no se resignaba a su suerte. Como la ceremonia se había llevado a cabo, ya no podría volver a casarse nunca más. Pensando en la vida de soledad que le esperaba, decidió que recuperaría el buen nombre de su marido y suegro a toda costa. Para empezar, mandó un siervo al pueblo de su marido. En el trayecto, el siervo pernoctó en la posada de Suwon y le pasó lo mismo que les había pasado a todos los viajeros que se hospedaban allí. Al no tener noticias, la joven envió a otro siervo… y a otro…y a otro. Finalmente, decidió disfrazarse de hombre e ur ella misma a averiguar qué pasaba en ese lugar. Antes de llegar a la posada, hizo sus investigaciones y se enteró del truco de los ratones. Compró entonces una docena de gatos y los metió en distintos rincones de la posada. Cuando se hizo de noche, pidió una habitación y cenó en el lugar. El posadero le hizo la misma oferta que a todos sus huéspedes y ella aceptó. ¡Cuánta sería su sorpresa cuando a pesar de tocar la pared como un loco, no salió ni un solo ratón! De este modo, la joven liberó a su marido y suegro y se quedó con todos los bienes de la posada.
Ahora quedaba el tema de recuperar la honra de su marido y suegro. Como la joven tenía su propio plan, se los comunicó al padre y al hijo y elllos quedaron encantados. Mientras ellos volvían a su pueblo para prepararse, ella mandó contruir una magnífica casa de 99 habitaciones en las inmediaciones de la casa de su padre con la riqueza ganada en la posada. Cuando la casa estuvo lista, una larguísima caravabna de hombres que transportaban riquísimos muebles y enseres llegó al lugar durante días enteros. Todo el mundo se preguntaba quién sería el dueño de semejante mansion y semejantes riquezas. Cuando finalmente vieron llegar al vendedor de sal y a su hijo con todo el lujo a la casa, los nobles de Seúl quedaron asombrados. La joven hizo correr el rumor de que lo de ser un vendedor de sal había sido una broma de su suegro, y los nobles de Seúl, viendo tanta magnificencia, se convencieron de que así era y los admitieron en la sociedad aristocrática. De este modo, el vendedor de sal y su hijo se convirtieron en nobles y fueron muy felices el resto de sus vidas.
Fuente KBS WORLD
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