Había una vez hace mucho pero mucho tiempo atrás, un antiquísimo reino en la península coreana. Su rey era un hombre justo, cuyo único defecto era que aún no tenía una reina a su lado. Deseoso de casarse y engendrar un sucesor, lo consultó con el adivino de la corte. Éste le predijo que de contraer matrimonio ese mismo año, nacerían siete princesas; mientras que si esperaba al año próximo, tendría tres hijos varones. Como el rey deseaba tener descendencia pronto, no le dio importancia al augurio y se casó ese mismo año. Como lo había predicho el adivino, durante seis años consecutivos sólo nacieron niñas. En el séptimo año, la reina soñó con un par de dragones enroscados en una de las vigas del palacio. El rey se puso muy contento, pues ese sueño no podía significar otra cosa que el nacimiento del sucesor. Sin embargo, al cabo del embarazo, la reina tuvo a otra niña. Furioso, el rey ordenó que la recién nacida fuera llevada lejos de su presencia. Los súbditos la encerraron en un arca con un listón en el que estaba inscripto el nombre de Princesa Paritegui, que significa “la abandonada”. El arca fue echada a un río, en los confines del reino. Buda y un discípulo pasaron por el lugar y descubrieron el arca. Al abrirla encontraron a una niña casi desfalleciente. Compadecido de la criatura, Buda la encomendó a una pareja de ancianos que vivían en la intemperie comiendo hierbas y raíces. Sin embargo, desde que se hicieron cargo de la niña, no les volvió a faltar nunca techo ni comida.
La princesa creció lozana y fuerte. Su inteligencia y buen juicio estaban a la altura de su belleza y bondad, que eran infinitas. Un buen día, cuando la joven tenía ya quince años, llegó un mensajero del palacio a la casa. Fue entonces cuando se enteró que era la séptima hija del rey. El forastero traía graves noticias: los reyes sufrían una enfermedad desconocida que iba minando lentamente su salud. Era el castigo que el cielo les había deparado por abandonar a su séptima hija. El único remedio que podía salvarlos era un sorbo de agua del pozo de la vida, que estaba en el otro mundo, atravesando el reino de la muerte. La única persona que podía volver del más allá era alguien capaz de amar a sus padres incondicionalmente. La princesa Paritegui, aunque no conocía ni de vista a sus progenitores, pensando que ellos la habían traído al mundo, aceptó ir en busca del agua de la vida eterna.
En su larguísimo y peligroso viaje al otro mundo, la princesa Paritegui llegó al infierno. Allí, en una fortaleza de hierro, penaban las almas culpables. Compadecida, echó abajo los muros y liberó las almas, elevando un rezo para que supieran llegar al paraíso. Cruzando luego un extensísimo mar en el que no flotaba ni una pluma, llegó por fin al reino de la vida eterna. Custodiaba la entrada un gigante de aspecto monstruoso que se sorprendió muchísimo de ver a Paritegui, pues jamás ningún ser vivo había llegado hasta allí. Al escuchar el motivo del viaje de la princesa, el gigante le impuso tres condiciones para franquear la puerta: debía trabajar tres años haciendo leña, luego otros tres ocupándose del fuego de la chimenea y finalmente otros tres acarreando agua del pozo. La princesa Paritegui cumplió los nueve años de trabajos sin una sola queja y al cabo de ese tiempo, le pidió un poco del agua de la vida. El gigante, que se había enamorado de la princesa, le dijo que antes debía casarse con él y tener siete hijos. Paritegui no tuvo más remedio que cumplir también esta condición. Cuando nació el séptimo hijo, Paritegui volvió a pedirle el agua de la vida. El gigante le señaló el pozo de donde la princesa había sacado el agua durante tres años. También le dio flores que se hacían aliento, carne y hueso, y la rama de un árbol que devolvía la vista. Sin embargo, cuando Paritegui estaba a punto de partir, el gigante y los siete hijos no se resignaron a quedarse solos y decidieron seguirla.
Cuando Paritegui llegó por fin al reino de su padre, un larguísimo cortejo fúnebre se dirigía a la montaña más alta del país. Sus presentimientos se hicieron realidad cuando supo que la triste procesión transportaba los cuerpos de sus padres. Llorando a lágrima viva, paró el cortejo y ella misma abrió los ataúdes. Dentro de ellos había dos cuerpos secos como dos palos de madera. Rezando para que no fuera demasiado tarde, dejó caer unas gotas del agua de la vida eterna en sus bocas, puso la rama del árbol sobre sus ojos y les puso una flores en las narices, manos y pies. Como un milagro, la vida y el calor volvió a sus cuerpos secos, y a continuación, abrieron los ojos. Padres e hija se abrazaron entre lágrimas y risas. El rey, sintiéndose agradecido y culpable hasta el infinito, le ofreció el reino a su hija. Paritegui, sin embargo, lo rechazó con amabilidad. La princesa había conocido el dolor y la desesperación que reinaba en el otro mundo, por eso prefirió convertirse en la divinidad de la muerte. A partir de ese día, todas las personas en trance de morir encomiendan su alma a la princesa Paritegui, para que interceda por ellos en el juicio final.
La princesa creció lozana y fuerte. Su inteligencia y buen juicio estaban a la altura de su belleza y bondad, que eran infinitas. Un buen día, cuando la joven tenía ya quince años, llegó un mensajero del palacio a la casa. Fue entonces cuando se enteró que era la séptima hija del rey. El forastero traía graves noticias: los reyes sufrían una enfermedad desconocida que iba minando lentamente su salud. Era el castigo que el cielo les había deparado por abandonar a su séptima hija. El único remedio que podía salvarlos era un sorbo de agua del pozo de la vida, que estaba en el otro mundo, atravesando el reino de la muerte. La única persona que podía volver del más allá era alguien capaz de amar a sus padres incondicionalmente. La princesa Paritegui, aunque no conocía ni de vista a sus progenitores, pensando que ellos la habían traído al mundo, aceptó ir en busca del agua de la vida eterna.
En su larguísimo y peligroso viaje al otro mundo, la princesa Paritegui llegó al infierno. Allí, en una fortaleza de hierro, penaban las almas culpables. Compadecida, echó abajo los muros y liberó las almas, elevando un rezo para que supieran llegar al paraíso. Cruzando luego un extensísimo mar en el que no flotaba ni una pluma, llegó por fin al reino de la vida eterna. Custodiaba la entrada un gigante de aspecto monstruoso que se sorprendió muchísimo de ver a Paritegui, pues jamás ningún ser vivo había llegado hasta allí. Al escuchar el motivo del viaje de la princesa, el gigante le impuso tres condiciones para franquear la puerta: debía trabajar tres años haciendo leña, luego otros tres ocupándose del fuego de la chimenea y finalmente otros tres acarreando agua del pozo. La princesa Paritegui cumplió los nueve años de trabajos sin una sola queja y al cabo de ese tiempo, le pidió un poco del agua de la vida. El gigante, que se había enamorado de la princesa, le dijo que antes debía casarse con él y tener siete hijos. Paritegui no tuvo más remedio que cumplir también esta condición. Cuando nació el séptimo hijo, Paritegui volvió a pedirle el agua de la vida. El gigante le señaló el pozo de donde la princesa había sacado el agua durante tres años. También le dio flores que se hacían aliento, carne y hueso, y la rama de un árbol que devolvía la vista. Sin embargo, cuando Paritegui estaba a punto de partir, el gigante y los siete hijos no se resignaron a quedarse solos y decidieron seguirla.
Cuando Paritegui llegó por fin al reino de su padre, un larguísimo cortejo fúnebre se dirigía a la montaña más alta del país. Sus presentimientos se hicieron realidad cuando supo que la triste procesión transportaba los cuerpos de sus padres. Llorando a lágrima viva, paró el cortejo y ella misma abrió los ataúdes. Dentro de ellos había dos cuerpos secos como dos palos de madera. Rezando para que no fuera demasiado tarde, dejó caer unas gotas del agua de la vida eterna en sus bocas, puso la rama del árbol sobre sus ojos y les puso una flores en las narices, manos y pies. Como un milagro, la vida y el calor volvió a sus cuerpos secos, y a continuación, abrieron los ojos. Padres e hija se abrazaron entre lágrimas y risas. El rey, sintiéndose agradecido y culpable hasta el infinito, le ofreció el reino a su hija. Paritegui, sin embargo, lo rechazó con amabilidad. La princesa había conocido el dolor y la desesperación que reinaba en el otro mundo, por eso prefirió convertirse en la divinidad de la muerte. A partir de ese día, todas las personas en trance de morir encomiendan su alma a la princesa Paritegui, para que interceda por ellos en el juicio final.
Fuente KBS WORLD
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