Había una vez un árbol de tronco grueso y recto que sobresalía en altura y porte entre todos los de su especie. En su interior habitaba el espíritu de la tierra. Bajo sus ramas frondosas, vivía un hada que había bajado del cielo y se había enamorado de este bello árbol. De la unión de estos seres que representaban el cielo y la tierra, nació un niño de hermosos rasgos y clara inteligencia. Cuando el príncipe-árbol cumplió siete años, su madre, el hada celestial, retornó al cielo, su hogar. Un cataclismo sacudió entonces el mundo entero y llovió sin descanso durante varias meses. La superficie de la tierra fue cubierta por las aguas y sólo era posible divisar un mar sin fin en el horizonte. Las lluvias fueron tan fuertes que los árboles fueron arrancados de cuajo. El príncipe-árbol se subió entonces sobre el grueso tronco de su padre y ambos comenzaron a flotar a la deriva por el ancho mar. Un día encontraron un ejército de hormigas flotando peligrosamente sobre una hoja que amenazaba con naufragar y las subieron al tronco. Otro día se acercó a ellos una nube de mosquitos que pidieron permiso para refugiarse en las ramas del árbol y ellos lo otorgaron. Un buen día, un niño que tendría más o menos la misma edad que el príncipe-árbol y flotaba sin fuerzas agarrado a una tabla, les pidió auxilio. El príncipe-árbol se dispuso a prestarle ayuda de inmediato, pero para su gran sorpresa su padre el árbol le adivirtió que no lo hiciera. Cuando le preguntó la razón, el árbol le respondió que los seres humanos eran envidiosos y malintencionados y que algún día le devolvería este favor con una traición. Pero como el príncipe-árbol no podía hacer oídos sordos al pedido de socorro, desoyó a su padre y ayudó al niño a subir al tronco. Todos juntos flotaron sin rumbo durante innumerables días, hasta que divisaron un islote en el horizonte y hacia allí remaron con toda sus fuerzas.
El islote era el pico de la montaña más alta del mundo y era la única porción de tierra firme que no había sido ocultada por el mar. Las hormigas y los mosquitos bajaron a tierra y se fueron por su camino. Los dos niños, felices de haber encontrado por fin un pedazo de tierra, se pusieron a recorrer el islote. En el otro lado de la isla encontraron una pequeña cabaña, en donde se habían refugiado de la inundación un hombre y sus hijas, que eran pequeñas como los dos niños. En realidad, sólo una de ellas era su verdadera hija, pues la otra niña era adoptada. Como sea, aunaron sus fuerzas y entre todos lograron arar la tierra y vivir de los frutos de la tierra y del mar. Pasaron los años y los cuatro niños se convirtieron en robustos y bellos jóvenes.
Los niños habían alcanzado la edad suficiente para formar una familia y el hombre, que se había convertido en un anciano, se dijo que era tiempo de casarlos. El problema era que los dos varones pretendían la mano de su hija y ninguno quería casarse con la joven adoptada. Un día, el joven que había sido rescatado por el príncipe-árbol le dijo confidencialmente al anciano: “Mi compañero tiene la habilidad de separar el mijo de los granos de arena en un santiamén, pero no quiere enseñárselo a nadie.” El anciano fue al príncipe-árbol y le pidió que le enseñara ese talento, pero el joven, como era natural, le respondió que no sabía hacerlo. El anciano se enfureció y, tirando el contenido de una bolsa de mijo en la playa, le ordenó que separara el mijo de la arena si quería casarse con su hija. El príncipe-árbol estaba consternado y se sentó en el suelo sin saber qué hacer. Entonces apareció el ejército de hormigas que había salvado durante la inundación y ellas recogieron uno a uno los granos de mijo en un abrir y cerrar de ojos. El príncipe-árbol le llevó el mijo limpio al anciano y éste, complacido, quiso darle la mano de su hija, pero viendo que esto despertaría los celos del otro joven, decidió dejar el asunto en manos del azar. Ordenó a las muchachas que se retiraran a dos habitaciones opuestas, una mirando al este y la otra mirando al oeste, y dispuso que los jóvenes escogieran una puerta. La muchacha que encontraran del otro lado, fuera quien fuera, sería su esposa. Los jóvenes estaban dudando qué puerta abrir, cuando un mosquito se posó en el oído del príncipe-árbol y le sopló que abriera la habitación del este. El joven así lo hizo y allí encontró a la hija del anciano, con quien se casó por fin. Con el tiempo, los dos jóvenes olvidaron sus diferencias y casaron entre sí a sus hijos. De este modo, cuando las aguas se secaron y la tierra volvió a emerger, sus descendientes poblaron el mundo entero.
El islote era el pico de la montaña más alta del mundo y era la única porción de tierra firme que no había sido ocultada por el mar. Las hormigas y los mosquitos bajaron a tierra y se fueron por su camino. Los dos niños, felices de haber encontrado por fin un pedazo de tierra, se pusieron a recorrer el islote. En el otro lado de la isla encontraron una pequeña cabaña, en donde se habían refugiado de la inundación un hombre y sus hijas, que eran pequeñas como los dos niños. En realidad, sólo una de ellas era su verdadera hija, pues la otra niña era adoptada. Como sea, aunaron sus fuerzas y entre todos lograron arar la tierra y vivir de los frutos de la tierra y del mar. Pasaron los años y los cuatro niños se convirtieron en robustos y bellos jóvenes.
Los niños habían alcanzado la edad suficiente para formar una familia y el hombre, que se había convertido en un anciano, se dijo que era tiempo de casarlos. El problema era que los dos varones pretendían la mano de su hija y ninguno quería casarse con la joven adoptada. Un día, el joven que había sido rescatado por el príncipe-árbol le dijo confidencialmente al anciano: “Mi compañero tiene la habilidad de separar el mijo de los granos de arena en un santiamén, pero no quiere enseñárselo a nadie.” El anciano fue al príncipe-árbol y le pidió que le enseñara ese talento, pero el joven, como era natural, le respondió que no sabía hacerlo. El anciano se enfureció y, tirando el contenido de una bolsa de mijo en la playa, le ordenó que separara el mijo de la arena si quería casarse con su hija. El príncipe-árbol estaba consternado y se sentó en el suelo sin saber qué hacer. Entonces apareció el ejército de hormigas que había salvado durante la inundación y ellas recogieron uno a uno los granos de mijo en un abrir y cerrar de ojos. El príncipe-árbol le llevó el mijo limpio al anciano y éste, complacido, quiso darle la mano de su hija, pero viendo que esto despertaría los celos del otro joven, decidió dejar el asunto en manos del azar. Ordenó a las muchachas que se retiraran a dos habitaciones opuestas, una mirando al este y la otra mirando al oeste, y dispuso que los jóvenes escogieran una puerta. La muchacha que encontraran del otro lado, fuera quien fuera, sería su esposa. Los jóvenes estaban dudando qué puerta abrir, cuando un mosquito se posó en el oído del príncipe-árbol y le sopló que abriera la habitación del este. El joven así lo hizo y allí encontró a la hija del anciano, con quien se casó por fin. Con el tiempo, los dos jóvenes olvidaron sus diferencias y casaron entre sí a sus hijos. De este modo, cuando las aguas se secaron y la tierra volvió a emerger, sus descendientes poblaron el mundo entero.
Fuente KBS WORLD
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