Había una vez en un pueblo muy recóndito una casa muy pobre, en donde vivían solas una muchacha y su anciana madre. Un día que llovía copiosamente en plena temporada monzónica, un sapo grande y lleno de verrugas buscó refugio en la cocina de esa casa. La muchacha, que estaba preparando la cena, se asustó mucho y pensó en echar al bicho, pero le dio lástima su situación de desamparo y en su lugar le dio algo de comer. Quizá agradecido por la comida y el refugio cálido de esa cocina, el sapo no quiso marcharse de esa casa. Día a día, el sapo se hacía cada vez más grande y demandaba más comida. Sin embargo, la muchacha no dejó de alimentarlo un sólo día, aunque eso significara disminuir su ración y la de su madre. El sapo se hizo tan grande como la enorme olla de hierro que estaba encima de la chimenea de la cocina y todas las noches la muchacha solía charlar con él, contándole lo que le había acontecido durante el día, mientras el animal la escuchaba en silencio cerrando los ojos de vez en cuando.
En el monte que había detrás de la aldea vivía un gigantesco ciempiés de aspecto repugnante que tenía varios miles de años de edad. Los lugareños creían que tenía el poder de controlar las lluvias y las sequías, por lo que le habían levantado un altar al pie del monte, frente a la entrada de su cueva, y le ofrecían ofrendas y sacrificios en año nuevo y en la época de la cosecha para que no perjudicara a la aldea. Incluso una vez al año consagraban a una muchacha virgen para que se convirtiera simbólicamente en su esposa. La desafortunada joven que resultaba elegida estaba obligada a vivir casta y sola el resto de su vida. Ese año la elección recayó en la pobre muchacha que le dio refugio al sapo. A partir de ese día, la joven no hacía más que llorar su desgracia, pues una vez que fuera ofrendada al ciempiés, no podría casarse jamás y no podría sacar de la pobreza a su madre ya anciana. El sapo la escuchaba en silencio como siempre y, como si comprendiera las palabras de la muchacha, sus ojos se llenaban de lágrimas.
Cuando llegó el fatídico día de la ofrenda, la joven se dirigió sola al interior de la fría cueva. Allí estaba, llorando su desgraciada suerte, cuando descubrió con sorpresa y consuelo que su querido sapo estaba acompañándola. Transcurrieron varias horas de lenta y temerosa espera hasta que se hizo noche cerrada. De pronto, del fondo oscuro de la cueva asomó un horripilante ciempiés peludo de varios metros de largo que despedía una luz rojiza de sus ojos. El monstruo comenzó a acercarse a la muchacha, cuando el sapo le cortó el paso y lo enfrentó. Una tenue luz verde fluorescente emanaba de los enormes ojos del sapo. El horrible y grueso ciempiés y el sapo lleno de verrugas se enfrentaron en una pelea sin cuartel, despidiendo venenos y aguijones y sacudiendo todo el monte. Del miedo que tuvo, la muchacha se desmayó y quedó tendida en el suelo.
Los aldeanos temblaron toda la noche de los terribles ruidos, ráfagas de viento y sacudidas que provenían del monte, y a la mañana siguiente se dirigieron con cuidado a la cueva a averiguar qué había sucedido. La visión les heló de espanto, pues el monstruoso ciempiés estaba muerto con el vientre destrozado y un enorme sapo, que parecía minúsculo al lado del gigantesco ciempiés, estaba tendido patas arriba, hinchado por el veneno de los aguijones. La muchacha seguía inconsciente, pero los aldeanos la reanimaron rociándola con agua. Cuando la joven recuperó el conocimiento, contó a todos lo que había sucedido. Cuando todos supieron que el sapo había sacrificado su vida para salvar a la muchacha que lo había alimentado y cuidado, los aldeanos lo enterraron en el mejor lugar del monte y le levantaron un epitafio que lo ensalzaba como ejemplo de agradecimiento. El ciempiés, en cambio, fue arrojado a la intemperie para que los animales salvajes dieran cuenta de él y nada quedara de sus restos.
Como otras tantas historias y leyendas tradicionales de Corea, su tema y ambiente es básicamente rural y refleja la antiquísima costumbre que existía en tiempos inmemoriales de realizar ofrendas humanas a divinidades de la tierra para pedir buenas cosechas. El cuento refleja, pues, el paso de una sociedad primitiva a una más civilizada, cuando los hombres dejaron de temer a las fuerzas de la naturaleza para en su lugar comprender mejor sus leyes y funcionamiento. Fue entonces cuando dejaron de hacer ofrendas humanas, lo que se simboliza en este cuento por la muerte del monstruoso ciempiés.
En el monte que había detrás de la aldea vivía un gigantesco ciempiés de aspecto repugnante que tenía varios miles de años de edad. Los lugareños creían que tenía el poder de controlar las lluvias y las sequías, por lo que le habían levantado un altar al pie del monte, frente a la entrada de su cueva, y le ofrecían ofrendas y sacrificios en año nuevo y en la época de la cosecha para que no perjudicara a la aldea. Incluso una vez al año consagraban a una muchacha virgen para que se convirtiera simbólicamente en su esposa. La desafortunada joven que resultaba elegida estaba obligada a vivir casta y sola el resto de su vida. Ese año la elección recayó en la pobre muchacha que le dio refugio al sapo. A partir de ese día, la joven no hacía más que llorar su desgracia, pues una vez que fuera ofrendada al ciempiés, no podría casarse jamás y no podría sacar de la pobreza a su madre ya anciana. El sapo la escuchaba en silencio como siempre y, como si comprendiera las palabras de la muchacha, sus ojos se llenaban de lágrimas.
Cuando llegó el fatídico día de la ofrenda, la joven se dirigió sola al interior de la fría cueva. Allí estaba, llorando su desgraciada suerte, cuando descubrió con sorpresa y consuelo que su querido sapo estaba acompañándola. Transcurrieron varias horas de lenta y temerosa espera hasta que se hizo noche cerrada. De pronto, del fondo oscuro de la cueva asomó un horripilante ciempiés peludo de varios metros de largo que despedía una luz rojiza de sus ojos. El monstruo comenzó a acercarse a la muchacha, cuando el sapo le cortó el paso y lo enfrentó. Una tenue luz verde fluorescente emanaba de los enormes ojos del sapo. El horrible y grueso ciempiés y el sapo lleno de verrugas se enfrentaron en una pelea sin cuartel, despidiendo venenos y aguijones y sacudiendo todo el monte. Del miedo que tuvo, la muchacha se desmayó y quedó tendida en el suelo.
Los aldeanos temblaron toda la noche de los terribles ruidos, ráfagas de viento y sacudidas que provenían del monte, y a la mañana siguiente se dirigieron con cuidado a la cueva a averiguar qué había sucedido. La visión les heló de espanto, pues el monstruoso ciempiés estaba muerto con el vientre destrozado y un enorme sapo, que parecía minúsculo al lado del gigantesco ciempiés, estaba tendido patas arriba, hinchado por el veneno de los aguijones. La muchacha seguía inconsciente, pero los aldeanos la reanimaron rociándola con agua. Cuando la joven recuperó el conocimiento, contó a todos lo que había sucedido. Cuando todos supieron que el sapo había sacrificado su vida para salvar a la muchacha que lo había alimentado y cuidado, los aldeanos lo enterraron en el mejor lugar del monte y le levantaron un epitafio que lo ensalzaba como ejemplo de agradecimiento. El ciempiés, en cambio, fue arrojado a la intemperie para que los animales salvajes dieran cuenta de él y nada quedara de sus restos.
Como otras tantas historias y leyendas tradicionales de Corea, su tema y ambiente es básicamente rural y refleja la antiquísima costumbre que existía en tiempos inmemoriales de realizar ofrendas humanas a divinidades de la tierra para pedir buenas cosechas. El cuento refleja, pues, el paso de una sociedad primitiva a una más civilizada, cuando los hombres dejaron de temer a las fuerzas de la naturaleza para en su lugar comprender mejor sus leyes y funcionamiento. Fue entonces cuando dejaron de hacer ofrendas humanas, lo que se simboliza en este cuento por la muerte del monstruoso ciempiés.
Fuente KBS WORLD
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