Había una vez una muchacha que tenía la extraña habilidad de tejer nada menos que tres rollos de tela de ramio en una sola mañana. Cuando la joven alcanzó edad de casarse, sus padres se pusieron contentos pensando que podría elegir un buen partido, por eso les pareció una excelente idea la condición que puso su hija para elegir al candidato. Para ser digno de ella, su futuro marido debía tener una habilidad fuera de lo común, cualquiera que fuese. Como no era fácil tener un talento a su altura, fueron pasando los años sin que ninguno de la comarca requiriera su mano. Los padres de la muchacha se inquietaron y decidieron publicar anuncios en los poblados principales de toda la provincia. Un día apareció un joven proveniente de un pueblo lejano que aseguró que podía construir una casa en menos de veinticuatro horas. En efecto, por la mañana fue al monte a cortar y alisar troncos de árboles, por la tarde levantó los muros de ladrillos, y por la noche subió las tejas del techo. A la mañana siguiente, cuando salió el sol, la casa estaba lista. Al padre le pareció que este talento del joven era más que digno de la habilidad de su hija y le dio el visto bueno. Sin embargo, la muchacha decidió ver primero la casa antes de decidir. Era una casa preciosa, sin duda alguna, pero tenía el defecto de que los pilares de una habitación habían sido colocados al revés. No era algo que se notara demasiado ni que afectara a la construcción, pero pensando que ella tejía tres rollos de ramio sin una sola falla, rechazó al joven.
Pasaron varios años sin que ningún candidato se presentase. Un día llegó un joven que aseguraba que podía cazar tres sacos de pulgas en una mañana. No sólo eso, podía ponerles una argolla en las narices a todas ellas y atarlas todas a un poste en una sola hilera. El padre no le vio gran utilidad a esa habilidad, pero considerando que era algo de lo que pocos podían jactarse, le dio permiso para que lo demostrara. Al día siguiente, al mediodía, el joven mostró triunfante a la muchacha y a su padre una interminable ristra de miles de pulgas puestas en fila y atadas a un poste. Era imposible no quedar boquiabierto ante esta proeza, pero de todos modos la joven decidió inspeccionar las pulgas. En efecto, todas ellas tenían una argolla en la nariz por la que pasaba el hilo que las ataba, menos la antepenúltima. En esta pulga, sin duda debido al apuro, la argolla había sido prendida al cuello en lugar de la nariz. No se podía decir que fuese un gran defecto, pero pensando que había despedido a su primer pretendiente por una falla también mínima, se dijo que debía ser consecuente y rechazó también a este joven.
Pasaron otros cuatro o cinco años. La muchacha había sobrepasado en mucho la edad en que las jóvenes solían casarse y todo el mundo la llamaba solterona. Muchos se burlaban a sus espaldas de las exigentes condiciones que había puesto para elegir marido y decían que ella era la única culpable de su soltería. Cansada de que la señalaran con el dedo y pensando que era una vergüenza para sus padres, subió a un acantilado muy elevado que daba a un lago profundo con el propósito de quitarse la vida. Como la buena Simcheong que se tiró al mar para salvar a su padre, se envolvió la cabeza con el ruedo de su falda y se lanzó de un salto. Cuando estaba a punto de tocar el agua, algo detuvo su caída. Cuando la joven se descubrió la cara, vio con sorpresa que un monje la había recogido al vuelo en una canasta de bambú con un mango muy largo. Muy enfadada ella le dijo: “¿Quién se cree que es Ud.? ¿Por qué me salva la vida si no se lo pedí? ¿Y de dónde sacó esa canasta tan rara?”. El monje le respondió con calma: “Me llamo fulano de tal y, como puedes ver, soy un monje. Volvía de hacer un mandado a un templo vecino y vi que te tirabas del acantilado. Entonces fui corriendo al bosque de bambúes, corté a toda prisa los troncos más flexibles y confeccioné esta canasta en un santiamén. Después bajé corriendo y llegué a tiempo para recogerte con la canasta antes de que te cayeras al agua.” La muchacha se dio cuenta que había encontrado al hombre de su vida, no sólo porque era capaz de hacer canastas en un abrir de cerrar de ojos sino también porque tenía la habilidad de salvar las vidas ajenas, lo que valía mucho más que tejer tres rollos de ramio en una mañana. Sin pizca de vergüenza, la joven le pidió que fuera su marido. Y el monje, que era pícaro como lo son en el fondo todos los monjes, no despreció la oportunidad y le dio el sí. De este modo, la muchacha habilidosa y el monje que colgó los hábitos vivieron felices el resto de sus vidas.
Pasaron varios años sin que ningún candidato se presentase. Un día llegó un joven que aseguraba que podía cazar tres sacos de pulgas en una mañana. No sólo eso, podía ponerles una argolla en las narices a todas ellas y atarlas todas a un poste en una sola hilera. El padre no le vio gran utilidad a esa habilidad, pero considerando que era algo de lo que pocos podían jactarse, le dio permiso para que lo demostrara. Al día siguiente, al mediodía, el joven mostró triunfante a la muchacha y a su padre una interminable ristra de miles de pulgas puestas en fila y atadas a un poste. Era imposible no quedar boquiabierto ante esta proeza, pero de todos modos la joven decidió inspeccionar las pulgas. En efecto, todas ellas tenían una argolla en la nariz por la que pasaba el hilo que las ataba, menos la antepenúltima. En esta pulga, sin duda debido al apuro, la argolla había sido prendida al cuello en lugar de la nariz. No se podía decir que fuese un gran defecto, pero pensando que había despedido a su primer pretendiente por una falla también mínima, se dijo que debía ser consecuente y rechazó también a este joven.
Pasaron otros cuatro o cinco años. La muchacha había sobrepasado en mucho la edad en que las jóvenes solían casarse y todo el mundo la llamaba solterona. Muchos se burlaban a sus espaldas de las exigentes condiciones que había puesto para elegir marido y decían que ella era la única culpable de su soltería. Cansada de que la señalaran con el dedo y pensando que era una vergüenza para sus padres, subió a un acantilado muy elevado que daba a un lago profundo con el propósito de quitarse la vida. Como la buena Simcheong que se tiró al mar para salvar a su padre, se envolvió la cabeza con el ruedo de su falda y se lanzó de un salto. Cuando estaba a punto de tocar el agua, algo detuvo su caída. Cuando la joven se descubrió la cara, vio con sorpresa que un monje la había recogido al vuelo en una canasta de bambú con un mango muy largo. Muy enfadada ella le dijo: “¿Quién se cree que es Ud.? ¿Por qué me salva la vida si no se lo pedí? ¿Y de dónde sacó esa canasta tan rara?”. El monje le respondió con calma: “Me llamo fulano de tal y, como puedes ver, soy un monje. Volvía de hacer un mandado a un templo vecino y vi que te tirabas del acantilado. Entonces fui corriendo al bosque de bambúes, corté a toda prisa los troncos más flexibles y confeccioné esta canasta en un santiamén. Después bajé corriendo y llegué a tiempo para recogerte con la canasta antes de que te cayeras al agua.” La muchacha se dio cuenta que había encontrado al hombre de su vida, no sólo porque era capaz de hacer canastas en un abrir de cerrar de ojos sino también porque tenía la habilidad de salvar las vidas ajenas, lo que valía mucho más que tejer tres rollos de ramio en una mañana. Sin pizca de vergüenza, la joven le pidió que fuera su marido. Y el monje, que era pícaro como lo son en el fondo todos los monjes, no despreció la oportunidad y le dio el sí. De este modo, la muchacha habilidosa y el monje que colgó los hábitos vivieron felices el resto de sus vidas.
Fuente KBS WORLD
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