Érase un frío invierno en las montañas de Gangwondo. Un tigre vagaba por las montañas buscando algún animal que comer. Un día se encontró con un conejo ni muy grande ni muy pequeño. En cualquier otra época del año no lo habría siquiera mirado, pero ahora no era momento de ponerse exigente. Cuando estaba a punto de comérselo de un bocado, el conejo le dijo: “¡Ni que hubieras venido a propósito! ¿Cómo supiste que estaba a punto de comerme unos pasteles de arroz asados al fuego? ¿Quieres acompañarme?”. El tigre se relamió de gusto al imaginar unos pasteles de arroz bien calentitos y decidió dejar el conejo para más tarde. El conejo condujo al tigre a la orilla del río, donde había una playa de grava. Allí el conejo eligió con cuidado unos guijarros blancos y redondos. A continuación, encendió el fuego y puso las piedras sobre las brasas. “Oye, voy a conseguir miel para endulzar los pasteles de arroz. He puesto al fuego exactamente diez pasteles. No se te ocurra comerte ni uno antes de que yo vuelva. ¿Entendido?” Diciendo esto el conejo se alejó a brincos. Al tigre se le hacía agua la boca de sólo mirarlos y se puso a contarlos. ¡No había diez sino once pasteles! ¡Qué bien! se dijo y se metió rápidamente un guijarro caliente en la boca. ¡Ay, qué dolor! El tigre lanzó un rugido tan grande que hasta los árboles temblaron. Se había quemado de tal manera la lengua y el paladar que no pudo comer nada durante dos semanas.
Un tiempo después, el tigre vagaba más flaco aún por las montañas. Un día volvió a encontrarse con el mismo conejo. De la rabia que le dio, quiso lanzarle un zarpazo para cómerselo de un bocado, pero entonces el conejo le dijo: “No te enfades conmigo. Recuerda que te advertí que no tocaras los pasteles hasta que yo volviera. Para que veas cuán apenado estoy, te prepararé un festín de golondrinas. Tú quédate aquí con la boca abierta que yo te las traeré a montones.” El tigre se relamió de gusto pensando en como crujirían los huecesitos de las golondrinas en su boca y decidió hacerle caso al conejo. Al fin y al cabo, al conejo podría comérselo después como postre. Mientras el tigre se imaginaba el banquete que se daría, el conejo se alejó unas decenas de metros y le prendió fuego alrededor del tigre. Las hojas secas de los árboles comenzaron a chisporrotear, encerrando al tigre en un círculo de fuego cada vez más pequeño. El tigre pensó que era el revoloteo de cientos de aves acercándose a él y se alegró mucho. En un abrir y cerrar de ojos, las llamas lo rodearon por completo. El tigre logró escapar por un pelo de quedar hecho cenizas, pero recibió tales quemaduras en todo el cuerpo que lo tuvieron en cama otras dos semanas.
Cuando se sintió algo mejor, el tigre salió de su guarida. Estaba tan escuálido y tenía el pelaje tan chamuscado que nadie lo habría reconocido. Tenía un hambre terrible y estaba dispuesto a comerse cualquier cosa. Mientras vagaba por ahí buscando comida, casi se pega de narices con el conejo culpable de sus desdichas. El conejo, sin inmutarse, le dijo: “Reconozco que no me porté bien contigo, pero la culpa la tienes tú por querer comerme. Tú déjame tranquilo que yo te enseñaré cómo pescar unas suculentas truchas de río.” Al tigre se le hizo agua la boca, y pensando que no tenía nada que perder, dejó que el conejo siguiera hablando. “Mira, tú sólo tienes que meter la cola en el agua como si fuera un anzuelo. Al cabo de un tiempo la subes y verás que han mordido una docena de truchas”. El tigre había visto muchas veces que los seres humanos lanzaban sus cañas de pescar al agua para cazar peces y le pareció una idea estupenda. Incluso llegó a reprocharse que cómo no se le había ocurrido antes. Dejó marcharse al conejo y enseguida metió su cola en el agua del río. Pasaron las horas y se hizo noche cerrada, pero nada mordía su cola. Sospechando que había sido engañado otra vez, quiso sacar su cola del agua, pero ésta no se movió. Con el frío de la noche, el río se había congelado... y su cola también. Así, atrapado en el hielo, hambriento y congelado, pasó el tigre el resto del invierno hasta que llegó la primavera. ¿Que cómo sobrevivió? Lamiendo el hielo y pensando en cómo se vengaría del astuto conejo.
Según los folkloristas, este tipo de fábula en donde se enfrenta un animal pequeño y débil, pero astuto, con un animal feroz y grande, pero con pocos sesos, existe en todas las culturas y países. En el fondo, dicen los especialistas, este tipo de fábulas sirven para compensar psicológicamente a las personas pobres y débiles de los atropellos que reciben de los poderosos en la vida real.
Un tiempo después, el tigre vagaba más flaco aún por las montañas. Un día volvió a encontrarse con el mismo conejo. De la rabia que le dio, quiso lanzarle un zarpazo para cómerselo de un bocado, pero entonces el conejo le dijo: “No te enfades conmigo. Recuerda que te advertí que no tocaras los pasteles hasta que yo volviera. Para que veas cuán apenado estoy, te prepararé un festín de golondrinas. Tú quédate aquí con la boca abierta que yo te las traeré a montones.” El tigre se relamió de gusto pensando en como crujirían los huecesitos de las golondrinas en su boca y decidió hacerle caso al conejo. Al fin y al cabo, al conejo podría comérselo después como postre. Mientras el tigre se imaginaba el banquete que se daría, el conejo se alejó unas decenas de metros y le prendió fuego alrededor del tigre. Las hojas secas de los árboles comenzaron a chisporrotear, encerrando al tigre en un círculo de fuego cada vez más pequeño. El tigre pensó que era el revoloteo de cientos de aves acercándose a él y se alegró mucho. En un abrir y cerrar de ojos, las llamas lo rodearon por completo. El tigre logró escapar por un pelo de quedar hecho cenizas, pero recibió tales quemaduras en todo el cuerpo que lo tuvieron en cama otras dos semanas.
Cuando se sintió algo mejor, el tigre salió de su guarida. Estaba tan escuálido y tenía el pelaje tan chamuscado que nadie lo habría reconocido. Tenía un hambre terrible y estaba dispuesto a comerse cualquier cosa. Mientras vagaba por ahí buscando comida, casi se pega de narices con el conejo culpable de sus desdichas. El conejo, sin inmutarse, le dijo: “Reconozco que no me porté bien contigo, pero la culpa la tienes tú por querer comerme. Tú déjame tranquilo que yo te enseñaré cómo pescar unas suculentas truchas de río.” Al tigre se le hizo agua la boca, y pensando que no tenía nada que perder, dejó que el conejo siguiera hablando. “Mira, tú sólo tienes que meter la cola en el agua como si fuera un anzuelo. Al cabo de un tiempo la subes y verás que han mordido una docena de truchas”. El tigre había visto muchas veces que los seres humanos lanzaban sus cañas de pescar al agua para cazar peces y le pareció una idea estupenda. Incluso llegó a reprocharse que cómo no se le había ocurrido antes. Dejó marcharse al conejo y enseguida metió su cola en el agua del río. Pasaron las horas y se hizo noche cerrada, pero nada mordía su cola. Sospechando que había sido engañado otra vez, quiso sacar su cola del agua, pero ésta no se movió. Con el frío de la noche, el río se había congelado... y su cola también. Así, atrapado en el hielo, hambriento y congelado, pasó el tigre el resto del invierno hasta que llegó la primavera. ¿Que cómo sobrevivió? Lamiendo el hielo y pensando en cómo se vengaría del astuto conejo.
Según los folkloristas, este tipo de fábula en donde se enfrenta un animal pequeño y débil, pero astuto, con un animal feroz y grande, pero con pocos sesos, existe en todas las culturas y países. En el fondo, dicen los especialistas, este tipo de fábulas sirven para compensar psicológicamente a las personas pobres y débiles de los atropellos que reciben de los poderosos en la vida real.
Fuente KBS WORLD
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