Había una vez en una aldea una mujer que no podía tener hijos. Mientras sus amigas y conocidas se quedaban embarazadas una y otra vez y pasaban sus días ocupadísimas en la crianza de sus hijos, ella sólo podía quedarse mirándolas con envidia y tristeza. Había probado todos los remedios que le recomendaron y había visitado todas las rocas, lagos y templos más recónditos de los montes para rezarle a todos los dioses, espíritus y demonios de este mundo y del otro y rogarle que les concedieran al menos un hijo. Nada dio resultado y el tiempo fue transcurriendo sin piedad. Pasados los cincuenta años, su marido y ella se resignaron a su suerte y se acostumbraron a que los niños y jóvenes de la aldea los llamaran abuelos, aunque no tuvieran nietos, y menos todavía, hijos. Sin embargo, un día la mujer comenzó a sufrir naúseas y a tener todos los síntomas de una mujer embarazada. Su vientre comenzó a crecer y crecer y todo el mundo en la aldea hablaba de este hecho inaudito. Al cabo de nueve meses exactos, la mujer dio a luz a una criatura. Tenía la cabeza, los brazos y el torso de un niño como cualquier otro, pero a partir de su cintura para abajo tenía el cuerpo de una serpiente. A pesar de su aspecto monstruoso, la pareja crió al niño con el mayor esmero y cariño. Tras la sorpresa y el rechazo inicial, los habitantes de la aldea también se acostumbraron a la criatura. El niño resultó ser muy saludable, inteligente y de buen corazón, pues siempre estaba pensando en el bienestar de sus ancianos padres.
El tiempo pasó y el niño se convirtió en un jovencito de quince años. Era tiempo de procurarle una buena esposa al joven-serpiente, pero como era de esperar, ninguna doncella deseaba casarse con él, por más inteligente y de buen corazón que fuese. La anciana consultó el parecer de las hijas de un vecino. La mayor y la segunda se negaron rotundamente a casarse y dijeron que preferían morir a tener un marido-serpiente. A la menor de las tres, en cambio, no le parecía mal el agradable rostro del joven y además sentía un poco de lástima por él y sus padres, así que aceptó casarse con el joven-serpiente. En la noche de bodas, sin embargo, la joven estaba arrepentida de su decisión. ¿Cómo podría pasar la noche con un hombre que de seguro la enroscaría con su cuerpo largo, helado y escamoso? De sólo pensarlo se le ponían los pelos de punta. Pensó en salir corriendo de la habitación, pero el joven la llamó dulcemente y la invitó a entrar en el lecho, calmándola con suaves palabras. ¿Cuál sería la sorpresa de la joven esposa al ver que su marido se quitaba la piel de serpiente y que debajo tenía piernas como cualquier otro ser humano? En efecto, de día la piel de serpiente volvía a cubrir las piernas del joven , pero de noche se convertía en un hombre apuesto y normal. De este modo, a pesar de las murmuraciones de la aldea, la joven esposa vivía feliz junto a su marido. Cuando se cumplieron cien días de su casamiento, el marido se quitó la piel de serpiente y se la dio a su esposa con esta advertencia: “Si ocultas bien esta piel durante tres años para que nadie la vea, ya no volveré a convertirme en serpiente.” Diciendo esto, partió para Seúl a prepararse para el examen nacional de funcionario. Como la joven estaba ahora sola, la visitaban frecuentemente sus dos hermanas mayores. Entre charlas y confidencias, la joven no pudo evitar contarles que su marido se había quitado la piel de serpiente y que ahora era un hombre como cualquier otro. Las dos hermanas mayores se morían de envidia ante la felicidad de su hermana menor, y aprovechando que ella salía todos los días a trabajar en el campo, revisaron toda la casa hasta encontrar la piel de serpiente y la quemaron en el patio trasero.
La joven esposa derramó ríos de lágrimas y se arrepintió mil veces de su ligereza, pero su error no tenía reparo posible. Esperó en vano durante tres años a su marido, pero éste no volvió más a su lado. La joven decidió salir entonces en su búsqueda. No dejó rincón del reino sin recorrer, pero nadie sabía darle noticias de él. Transcurridos otros tres años, un día le llegaron noticias ciertas del paradero de su marido. Vivía a leguas bajo tierra, en el mundo subterráneo, lejos de toda sociedad humana. Esto no detuvo a la joven esposa, quien se dirigió decidida a traer a su marido o a vivir con él bajo tierra. Cuando por fin lo encontró, él no quiso verla, pero ella le rogó perdón durante días enteros hasta que él se apiadó de ella. Consciente de que ella era la única culpable de su desgracia, vivió junto a su marido en el mundo subterráneo el resto de sus días. Así y todo fue feliz, a pesar de que a su marido no le volvieron a salir las piernas y todas las noches la enroscaba con su cuerpo largo, escamoso y helado.
El tiempo pasó y el niño se convirtió en un jovencito de quince años. Era tiempo de procurarle una buena esposa al joven-serpiente, pero como era de esperar, ninguna doncella deseaba casarse con él, por más inteligente y de buen corazón que fuese. La anciana consultó el parecer de las hijas de un vecino. La mayor y la segunda se negaron rotundamente a casarse y dijeron que preferían morir a tener un marido-serpiente. A la menor de las tres, en cambio, no le parecía mal el agradable rostro del joven y además sentía un poco de lástima por él y sus padres, así que aceptó casarse con el joven-serpiente. En la noche de bodas, sin embargo, la joven estaba arrepentida de su decisión. ¿Cómo podría pasar la noche con un hombre que de seguro la enroscaría con su cuerpo largo, helado y escamoso? De sólo pensarlo se le ponían los pelos de punta. Pensó en salir corriendo de la habitación, pero el joven la llamó dulcemente y la invitó a entrar en el lecho, calmándola con suaves palabras. ¿Cuál sería la sorpresa de la joven esposa al ver que su marido se quitaba la piel de serpiente y que debajo tenía piernas como cualquier otro ser humano? En efecto, de día la piel de serpiente volvía a cubrir las piernas del joven , pero de noche se convertía en un hombre apuesto y normal. De este modo, a pesar de las murmuraciones de la aldea, la joven esposa vivía feliz junto a su marido. Cuando se cumplieron cien días de su casamiento, el marido se quitó la piel de serpiente y se la dio a su esposa con esta advertencia: “Si ocultas bien esta piel durante tres años para que nadie la vea, ya no volveré a convertirme en serpiente.” Diciendo esto, partió para Seúl a prepararse para el examen nacional de funcionario. Como la joven estaba ahora sola, la visitaban frecuentemente sus dos hermanas mayores. Entre charlas y confidencias, la joven no pudo evitar contarles que su marido se había quitado la piel de serpiente y que ahora era un hombre como cualquier otro. Las dos hermanas mayores se morían de envidia ante la felicidad de su hermana menor, y aprovechando que ella salía todos los días a trabajar en el campo, revisaron toda la casa hasta encontrar la piel de serpiente y la quemaron en el patio trasero.
La joven esposa derramó ríos de lágrimas y se arrepintió mil veces de su ligereza, pero su error no tenía reparo posible. Esperó en vano durante tres años a su marido, pero éste no volvió más a su lado. La joven decidió salir entonces en su búsqueda. No dejó rincón del reino sin recorrer, pero nadie sabía darle noticias de él. Transcurridos otros tres años, un día le llegaron noticias ciertas del paradero de su marido. Vivía a leguas bajo tierra, en el mundo subterráneo, lejos de toda sociedad humana. Esto no detuvo a la joven esposa, quien se dirigió decidida a traer a su marido o a vivir con él bajo tierra. Cuando por fin lo encontró, él no quiso verla, pero ella le rogó perdón durante días enteros hasta que él se apiadó de ella. Consciente de que ella era la única culpable de su desgracia, vivió junto a su marido en el mundo subterráneo el resto de sus días. Así y todo fue feliz, a pesar de que a su marido no le volvieron a salir las piernas y todas las noches la enroscaba con su cuerpo largo, escamoso y helado.
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