Había una vez un león muy grande y muy feroz que tenía aterrorizados a todos los animales que vivían en el monte. Era tan temido que no se atrevían a desafiarle ni siquiera los tigres. No sólo cazaba para comer sino que despedazaba a cualquier animal que veía, fuera grande o pequeño, sólo para demostrar la fuerza de sus afilados colmillos. Los otros animales del monte vivían tan atemorizados que no se atrevían a salir de sus escondites y madrigueras. Un día, hartos de la situación de terror, se reunieron en una asamblea secreta para buscar la manera de solucionar el problema. Lo más fácil era deshacerse del león, pero nadie estaba dispuesto a tanto heroísmo, porque, además si fallaban, era seguro que el león los mataría a todos de la manera más cruel. Después de mucho deliberar, llegaron a la conclusión de que la única manera de aplacar la ferocidad del león y vivir medianamente tranquilos era enviándole diariamente un animal para saciar su hambre, bajo la condición de que no molestaría al resto de los animales. Una vez que se cercioraron de que el león tenía el estómago lleno, una delegación compuesta por los representantes de los animales del monte se dirigió a la guarida del felino y le manifestó su propuesta. El león, que estaba de muy buen humor porque acababa de almorzarse un jabalí bien gordo, les respondió lo siguiente: “Me parece muy bien que hayan decidido dispensarme el trato que me merezco como soberano de este monte. Ya me estaba hartando de tener que salir a cazar todos los días, así que esto me viene muy bien. Pero, ojo, el día que falten a su promesa, les juro que no dejaré un ser vivo en varios kilómetros a la redonda.” La delegación tembló de sólo imaginarlo y se retiró haciéndole reverencias y jurando una y otra vez que le servirían todos los días un animal en bandeja.
Pasaron así varios meses. Todos los días, a primera hora de la mañana, los animales elegían al desafortunado que debía sacrificarse para la tranquilidad de la mayoría y lo enviaban prestamente ante el león. Un día le tocó el turno a una liebre cuyas ideas discurrían tan rápidas como sus patas. Por supuesto que la liebre no tenía ninguna ganas de morir y, menos todavía, de terminar su vida en el estomágo de un león. Pensando en cómo podría salvarse de este peligro, se le ocurrió una idea muy ingeniosa. Para empezar, no se presentó ante el león sino hasta que comenzó a ocultarse el sol. Para ese entonces, el león estaba furioso y casi muerto de hambre. Había esperado todo el día su cuota de alimento y, viendo que no llegaba, estaba pensando en el modo terrible con que castigaría este claro desprecio a su autoridad. La liebre llegó ante él con la lengua afuera como si hubiera corrido mucho y, guardando una distancia prudencial, le dijo: “Perdone, Su Majestad, mi tardanza, pero no ha sido culpa mía. Esta mañana, cuando venía hacia aquí, me cerró el paso un león casi tan grande y bravo como Ud. e intentó comerme. Yo le advertí que si me impedía llegar hasta aquí, él y todos los animales de este monte moriríamos cruelmente. Entonces ese león se rió a carcajadas y me retuvo todo este tiempo en su guarida. Solo me soltó hace unas horas para que viniera ante Ud. y le comunicara que lo desafía a una pelea por el poder de este monte. Le espera cerca de su guarida, a donde puedo conducirle ahora mismo, si lo desea.” Viéndose así desafiado, el león casi explota de la ira y, sin pensar en más, le ordenó a la liebre que lo guiara hasta ese lugar. La liebre corrió y corrió y lo llevó hasta un risco muy escarpado, que daba a un precipicio de varios cientos de metros que terminaba en una fosa de aguas muy profundas. Antes de llegar a la cima del risco, la liebre se detuvo y le dijo al león: “Ya estamos cerca, pero como ya es de noche y está muy oscuro, será mejor que espere aquí. Yo iré a explorar y si no hay peligro, le avisaré con un silbido. Entonces salte con todas sus fuerzas, que así tomará a ese león por sorpresa”. El león estuvo de acuerdo y esperó agazapado dispuesto a dar el salto de su vida. Segundos después, la liebre lanzó un agudo silbido y el león se lanzó al aire. Se escuchó entonces el terrible rugido de un león haciéndose cada vez más lejano y a continuación el valle entero reverberó con el ruido de un gran chapuzón. Por supuesto, el león murió en el acto. Al día siguiente la paz volvió al monte y los animales pudieron vivir tranquilos por mucho, pero mucho tiempo.
Quizá algunos se pregunten cómo es que aparecen leones en un cuento coreano, cuando en la península coreana no existieron jamás estos felinos tan feroces. La razón es que este cuento proviene de la India, donde sí los hubo, y luego fue conocido en toda Asia e incluso en Europa a través de la famosa colección de cuentos orientales llamada Panchatantra, del que quizás hayan oído hablar.
Pasaron así varios meses. Todos los días, a primera hora de la mañana, los animales elegían al desafortunado que debía sacrificarse para la tranquilidad de la mayoría y lo enviaban prestamente ante el león. Un día le tocó el turno a una liebre cuyas ideas discurrían tan rápidas como sus patas. Por supuesto que la liebre no tenía ninguna ganas de morir y, menos todavía, de terminar su vida en el estomágo de un león. Pensando en cómo podría salvarse de este peligro, se le ocurrió una idea muy ingeniosa. Para empezar, no se presentó ante el león sino hasta que comenzó a ocultarse el sol. Para ese entonces, el león estaba furioso y casi muerto de hambre. Había esperado todo el día su cuota de alimento y, viendo que no llegaba, estaba pensando en el modo terrible con que castigaría este claro desprecio a su autoridad. La liebre llegó ante él con la lengua afuera como si hubiera corrido mucho y, guardando una distancia prudencial, le dijo: “Perdone, Su Majestad, mi tardanza, pero no ha sido culpa mía. Esta mañana, cuando venía hacia aquí, me cerró el paso un león casi tan grande y bravo como Ud. e intentó comerme. Yo le advertí que si me impedía llegar hasta aquí, él y todos los animales de este monte moriríamos cruelmente. Entonces ese león se rió a carcajadas y me retuvo todo este tiempo en su guarida. Solo me soltó hace unas horas para que viniera ante Ud. y le comunicara que lo desafía a una pelea por el poder de este monte. Le espera cerca de su guarida, a donde puedo conducirle ahora mismo, si lo desea.” Viéndose así desafiado, el león casi explota de la ira y, sin pensar en más, le ordenó a la liebre que lo guiara hasta ese lugar. La liebre corrió y corrió y lo llevó hasta un risco muy escarpado, que daba a un precipicio de varios cientos de metros que terminaba en una fosa de aguas muy profundas. Antes de llegar a la cima del risco, la liebre se detuvo y le dijo al león: “Ya estamos cerca, pero como ya es de noche y está muy oscuro, será mejor que espere aquí. Yo iré a explorar y si no hay peligro, le avisaré con un silbido. Entonces salte con todas sus fuerzas, que así tomará a ese león por sorpresa”. El león estuvo de acuerdo y esperó agazapado dispuesto a dar el salto de su vida. Segundos después, la liebre lanzó un agudo silbido y el león se lanzó al aire. Se escuchó entonces el terrible rugido de un león haciéndose cada vez más lejano y a continuación el valle entero reverberó con el ruido de un gran chapuzón. Por supuesto, el león murió en el acto. Al día siguiente la paz volvió al monte y los animales pudieron vivir tranquilos por mucho, pero mucho tiempo.
Quizá algunos se pregunten cómo es que aparecen leones en un cuento coreano, cuando en la península coreana no existieron jamás estos felinos tan feroces. La razón es que este cuento proviene de la India, donde sí los hubo, y luego fue conocido en toda Asia e incluso en Europa a través de la famosa colección de cuentos orientales llamada Panchatantra, del que quizás hayan oído hablar.
Fuente KBS WORLD
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