Había una vez un noble de edad avanzada que se había retirado de su cargo ministerial y se había instalado en su pueblo natal para pasar los últimos años de su vejez. Acostumbrado como estaba a la esplendidez y a las emociones de la vida en la corte, los días le parecían todos iguales en ese pequeño pueblo provinciano. Un día en que estaba especialmente aburrido se le ocurrió una idea genial. Publicó un bando por toda la comarca anunciando que le pagaría mil monedas a la persona que consiguiera decirle tres mentiras seguidas. La condición era que él mismo debía reconocerlas como tales. A partir de ese día, personas venidas de todas partes pasaban por su casa para contarle las invenciones más disparatadas: que habían visto a un ser humano que tenía tres cabezas y seis brazos, que habían visto al viejo emperador del mar vendiendo queso de soja en un mercado, que habían visto volar por el cielo un conejo encima de una tortuga, etc, etc. Al noble se le saltaban las lágrimas de tanto reírse por las mentiras que le contaban y se pasaba el día de lo más entretenido. Pero le dijeran lo que le dijeran, a todo respondía que sí, que él también lo había escuchado, para no tener que pagar las mil monedas que había ofrecido como premio.
Un día vino a verlo un joven flaco y vestido con harapos y le pidió permiso para contarle sus mentiras. Comenzó su discurso en tono grandilocuente, diciéndole: “Señor, sabed que soy un hombre muy rico, aún mucho más que su excelencia.” El noble lo miró de arriba a abajo y aunque se podía ver a la legua que era una soberana mentira, le contestó: “Seguro que sí, continúa.” El joven prosiguió: “La manera en que me hice tan rico fue criando una vaca. La metí desde que era una ternera en una caja con unos cuantos agujeros. Cuando engordó tanto que su carne empezó a sobresalir por los agujeros, rebané con un cuchillo los trozos de carne y los vendí en el mercado. Para que vea que digo la verdad, le he traído un poco de esa carne de vaca para que la pruebe. Aquí tiene.” El noble miró con asco el ratón despellajado que le ofrecía el joven y le dijo: “¡Mentiroso! Eso es carne de rata. ¿Cómo quieres que lo me coma?” Sin darse cuenta, le había reconocido la primera mentira. El joven continuó entonces: “Sepa Ud. que mi tatarabuelo y su abuelo eran grandes amigos cuando eran jóvenes.” Al noble no le pareció nada gracioso lo que escuchó, pero contestó como si nada: “Por supuesto, sigue.” El joven prosiguió: “Los dos eran tan amigos que se juraron que su amistad continuaría a través de las generaciones. En consecuencia, Ud. y yo somos como hermanos, así que lo tutearé a partir de ahora.” El noble casi salta desde su asiento viéndose emparentado con el joven harapiento y enfurecido le contestó: “¡Eso es una vil mentira! ¡Tú eres un villano y yo soy un noble! ¡Mandaré que te azoten si dices lo contrario!”. Por segunda vez, sin quererlo, el noble le había reconocido la mentira al joven, así que se prometió en silencio que le dijera lo que le dijera el chico de ahora en más, a todo le daría la razón. El joven prosiguió: “El otro día pasaba por el monte vecino, donde hay una estatua de Buda junto a un enorme árbol de jujuba. El árbol estaba lleno de frutas maduras, pero no podía alcanzarlas porque estaban demasiado altas. Entonces le soplé en la cara de Buda un poco de pimienta y la estatua estornudó tan fuerte que se cayeron al suelo todas las jujubas. Con todas ellas llené cien canastas grandes.” El viejo noble le contestó como si nada: “Me alegro por ti, sigue.” El joven prosiguió: “Ud. me vio cuando bajaba a venderlas en el mercado y me ofreció tres mil monedas por todas ellas. Me dijo que me pagaría tres meses después y hoy vence ese plazo. Así que págueme las tres mil monedas que me debe.” El noble estaba que explotaba de la furia, pero trató de conservar la calma y pensó un poco. Darle la razón equivalía a reconocer su deuda y por lo tanto tendría que pagarle las tres mil monedas. En cambio, si lo tildaba de mentiroso, habría reconocido la tercer mentira del joven y tendría que pagarle las mil monedas de premio. Esto último era más barato que darle tres mil monedas, así que, con gran pesar, no tuvo más remedio que decirle: “No mientas, bribón. Yo no te he comprado nada.” Así el noble avaro, que se había divertido a costa de los pobres moradores de la comarca, se vio burlado por el ingenioso joven y tuvo que pagarle las mil monedas prometidas.
Un día vino a verlo un joven flaco y vestido con harapos y le pidió permiso para contarle sus mentiras. Comenzó su discurso en tono grandilocuente, diciéndole: “Señor, sabed que soy un hombre muy rico, aún mucho más que su excelencia.” El noble lo miró de arriba a abajo y aunque se podía ver a la legua que era una soberana mentira, le contestó: “Seguro que sí, continúa.” El joven prosiguió: “La manera en que me hice tan rico fue criando una vaca. La metí desde que era una ternera en una caja con unos cuantos agujeros. Cuando engordó tanto que su carne empezó a sobresalir por los agujeros, rebané con un cuchillo los trozos de carne y los vendí en el mercado. Para que vea que digo la verdad, le he traído un poco de esa carne de vaca para que la pruebe. Aquí tiene.” El noble miró con asco el ratón despellajado que le ofrecía el joven y le dijo: “¡Mentiroso! Eso es carne de rata. ¿Cómo quieres que lo me coma?” Sin darse cuenta, le había reconocido la primera mentira. El joven continuó entonces: “Sepa Ud. que mi tatarabuelo y su abuelo eran grandes amigos cuando eran jóvenes.” Al noble no le pareció nada gracioso lo que escuchó, pero contestó como si nada: “Por supuesto, sigue.” El joven prosiguió: “Los dos eran tan amigos que se juraron que su amistad continuaría a través de las generaciones. En consecuencia, Ud. y yo somos como hermanos, así que lo tutearé a partir de ahora.” El noble casi salta desde su asiento viéndose emparentado con el joven harapiento y enfurecido le contestó: “¡Eso es una vil mentira! ¡Tú eres un villano y yo soy un noble! ¡Mandaré que te azoten si dices lo contrario!”. Por segunda vez, sin quererlo, el noble le había reconocido la mentira al joven, así que se prometió en silencio que le dijera lo que le dijera el chico de ahora en más, a todo le daría la razón. El joven prosiguió: “El otro día pasaba por el monte vecino, donde hay una estatua de Buda junto a un enorme árbol de jujuba. El árbol estaba lleno de frutas maduras, pero no podía alcanzarlas porque estaban demasiado altas. Entonces le soplé en la cara de Buda un poco de pimienta y la estatua estornudó tan fuerte que se cayeron al suelo todas las jujubas. Con todas ellas llené cien canastas grandes.” El viejo noble le contestó como si nada: “Me alegro por ti, sigue.” El joven prosiguió: “Ud. me vio cuando bajaba a venderlas en el mercado y me ofreció tres mil monedas por todas ellas. Me dijo que me pagaría tres meses después y hoy vence ese plazo. Así que págueme las tres mil monedas que me debe.” El noble estaba que explotaba de la furia, pero trató de conservar la calma y pensó un poco. Darle la razón equivalía a reconocer su deuda y por lo tanto tendría que pagarle las tres mil monedas. En cambio, si lo tildaba de mentiroso, habría reconocido la tercer mentira del joven y tendría que pagarle las mil monedas de premio. Esto último era más barato que darle tres mil monedas, así que, con gran pesar, no tuvo más remedio que decirle: “No mientas, bribón. Yo no te he comprado nada.” Así el noble avaro, que se había divertido a costa de los pobres moradores de la comarca, se vio burlado por el ingenioso joven y tuvo que pagarle las mil monedas prometidas.
Fuente KBS WORLD
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