Había una vez un leñador que vivía en un pueblo muy recóndito. No poseía tierras ni tampoco dinero para convertirse en comerciante. Sólo contaba con las fuerzas de sus brazos, así que se dedicaba a cortar leña en el monte y a venderla entre los aldeanos. La mayoría de ellos eran clientes fijos y antiguos que le compraban la leña de fiado y le pagaban una vez al año en el mes de marzo. Llegado este mes en un año de ésos, el leñador salió a cobrar los pagos atrasados de sus clientes. Cosa rara, ese año nadie se atrasó y al final del día había juntado cien monedas de plata. Sintiéndose rico, puesto que con ese dinero podría alimentar a su familia hasta marzo del año próximo, unió con una cuerda las monedas y se las guardó en el bolsillo. En el camino de vuelta a su casa, bordeando un lago, se encontró con unas personas que estaban discutiendo a gritos. Eran una anciana de cabellos canos, una mujer y un muchacho que parecía tener unos quince años. Cuando se acercó más, pudo oír que se peleaban por tirarse primero al lago y dejar esta vida para siempre. Sorprendido, el leñador se acercó corriendo y los detuvo. Al preguntarles por la causa que los llevaba a querer quitarse la vida, la abuela contestó: “He nacido con tan mala estrella que he perdido a mi marido y luego a mi hijo. Sólo me quedan mi nuera y mi nieto que aquí ve Ud. El año pasado nos fue muy mal con la cosecha de arroz y no tuvimos más remedio que pedir prestadas veinte monedas de plata a un usurero para llevarnos algo de comer a la boca. Durante todo este tiempo han crecido los intereses y ahora debemos cien monedas de plata. Si no les pagamos de inmediato, se llevarán a mi nieto y lo pondrán a trabajar como siervo”. El leñador se conmovió por la triste situación de la familia y, sin dudarlo, sacó sus monedas y se las dio. “No podemos aceptarlas”, dijeron ellos, pero el leñador les dejó el dinero diciéndoles: “La vida de tres personas vale muchísimo más que cien monedas de plata”.
Como ya no tenían dinero con que mantenerse, el leñador y su mujer decidieron irse a vivir a las montañas de Gangwondo. Durante la primavera vivían de hierbas frescas y de bellotas y castañas en el otoño. También cazaban animales salvajes y con el tiempo limpiaron una ladera de monte fértil y sembraron patatas y maíz. Sin darse cuenta, pasaron varios años en esta vida. Un día de invierno en que había nevado mucho, vieron que un anciano se tropezaba y rodaba por la falda de un monte vecino. El leñador, que no podía pasar de largo ante la desgracia ajena, como hemos visto, trajo al anciano sobre sus hombros y lo cuidó y alimentó en su choza durante todo el invierno. Llegada la primavera, el anciano quiso volver a su casa y, como se sentía muy agradecido, invitó al leñador y a su mujer a que lo acompañaran, pues quería devolverles la hospitalidad. Al leñador le dieron ganas de volver a ver el bullicio de la gente y aceptó la invitación. Antes de ponerse en marcha, el anciano les advirtió que si no querían perderlo de vista, no pisaran otro sitio más que sus huellas. Así lo hicieron, y como por arte de magia, en sólo unas pocas horas, recorrieron cientos de leguas. Cuando estaban ya cansados, divisaron a lo lejos una casa de tejas, como la de los ricos. El anciano se detuvo y les dijo que descansaran un poco en esa casa, que él los seguiría al poco rato. Cuando el leñador y su mujer llegaron ante las puertas de la casa, vieron un cartel que decía “Aquí ofrecemos alojamiento y comida gratis a todos los viajeros”. Al anunciarse con el llamador, los criados les abrieron las puertas de par en par y los condujeron a un cuarto, donde les ofrecieron una mesa con apetitosos manjares. Una vez que saciaron su hambre, vino un joven ricamente ataviado y se presentó como el dueño de la casa. “Aquí no les cobramos nada a los viajeros, pero sí les pedimos que nos cuenten su vida o alguna historia personal antes de marcharse”. El leñador le contó entonces sobre los recientes años vividos en el monte y, hablando de cómo había ido a parar allí, le refirió el caso de la familia que quería suicidarse en el lago y cómo él lo había impedido regalándoles las cien monedas de plata. Al escuchar esto, el joven se postró de rodillas y exclamó emocionado: “¡Por fin hemos encontrado a nuestro benefactor!” y llamó a gritos a su madre y a su abuela. En efecto, era la familia que el leñador había salvado de la muerte. Gracias a él habían pagado sus deudas y luego les había ido tan bien en todo lo que habían emprendido que se habían hecho ricos. Habían buscado por todas partes al leñador para devolverle su bondad, pero como no lo habían encontrado, habían decidido construir esa casa y acoger a todos los viajeros con la esperanza de dar con él algún día. Los dueños de casa no dejaron marcharse al leñador y a su mujer y todos juntos vivieron felices hasta el fin de sus días.
Quizá se pregunten algunos quién era el anciano que condujo al leñador y a su mujer hasta la casa de tejas. ¿Quién va a hacer sino la divinidad de las montañas que quiso recompensar la bondad del leñador?
Como ya no tenían dinero con que mantenerse, el leñador y su mujer decidieron irse a vivir a las montañas de Gangwondo. Durante la primavera vivían de hierbas frescas y de bellotas y castañas en el otoño. También cazaban animales salvajes y con el tiempo limpiaron una ladera de monte fértil y sembraron patatas y maíz. Sin darse cuenta, pasaron varios años en esta vida. Un día de invierno en que había nevado mucho, vieron que un anciano se tropezaba y rodaba por la falda de un monte vecino. El leñador, que no podía pasar de largo ante la desgracia ajena, como hemos visto, trajo al anciano sobre sus hombros y lo cuidó y alimentó en su choza durante todo el invierno. Llegada la primavera, el anciano quiso volver a su casa y, como se sentía muy agradecido, invitó al leñador y a su mujer a que lo acompañaran, pues quería devolverles la hospitalidad. Al leñador le dieron ganas de volver a ver el bullicio de la gente y aceptó la invitación. Antes de ponerse en marcha, el anciano les advirtió que si no querían perderlo de vista, no pisaran otro sitio más que sus huellas. Así lo hicieron, y como por arte de magia, en sólo unas pocas horas, recorrieron cientos de leguas. Cuando estaban ya cansados, divisaron a lo lejos una casa de tejas, como la de los ricos. El anciano se detuvo y les dijo que descansaran un poco en esa casa, que él los seguiría al poco rato. Cuando el leñador y su mujer llegaron ante las puertas de la casa, vieron un cartel que decía “Aquí ofrecemos alojamiento y comida gratis a todos los viajeros”. Al anunciarse con el llamador, los criados les abrieron las puertas de par en par y los condujeron a un cuarto, donde les ofrecieron una mesa con apetitosos manjares. Una vez que saciaron su hambre, vino un joven ricamente ataviado y se presentó como el dueño de la casa. “Aquí no les cobramos nada a los viajeros, pero sí les pedimos que nos cuenten su vida o alguna historia personal antes de marcharse”. El leñador le contó entonces sobre los recientes años vividos en el monte y, hablando de cómo había ido a parar allí, le refirió el caso de la familia que quería suicidarse en el lago y cómo él lo había impedido regalándoles las cien monedas de plata. Al escuchar esto, el joven se postró de rodillas y exclamó emocionado: “¡Por fin hemos encontrado a nuestro benefactor!” y llamó a gritos a su madre y a su abuela. En efecto, era la familia que el leñador había salvado de la muerte. Gracias a él habían pagado sus deudas y luego les había ido tan bien en todo lo que habían emprendido que se habían hecho ricos. Habían buscado por todas partes al leñador para devolverle su bondad, pero como no lo habían encontrado, habían decidido construir esa casa y acoger a todos los viajeros con la esperanza de dar con él algún día. Los dueños de casa no dejaron marcharse al leñador y a su mujer y todos juntos vivieron felices hasta el fin de sus días.
Quizá se pregunten algunos quién era el anciano que condujo al leñador y a su mujer hasta la casa de tejas. ¿Quién va a hacer sino la divinidad de las montañas que quiso recompensar la bondad del leñador?
Fuente KBS WORLD
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